jueves, 6 de mayo de 2010

La persecución a la intelectualidad. I año medio

Antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, París había sido considerada durante décadas el centro de la vida cultural de Europa y, por encima de todo, la gran metrópoli del arte. Sus terrazas y cafés, las buhardillas de Montparnasse y las galerías de Montmartre acogían a creadores venidos de todas partes, en una efervescente conjunción de estilos y tendencias en la que se daban cita los más diversos movimientos vanguardistas. De repente, todo ese mundo se vino abajo. Resulta difícil calibrar en todo su alcance la honda angustia que supuso para los artistas e intelectuales que residían allí, o que llegaron huyendo de la persecución nazi, la caída de ese último gran santuario europeo de la cultura a consecuencia de la ocupación alemana.

Rosemary Sullivan (Montreal, 1947), profesora de literatura canadiense en la Universidad de Toronto, autora de varios libros de poesía, ficción, biografía y crítica literaria, ha escogido un breve, pero intenso fragmento de esa turbulenta historia de huidas y exilios de la intelligentsia europea para componer un sugestivo relato, que nos acerca a aspectos poco conocidos de tan desgarradora experiencia. Basándose fielmente en los testimonios autobiográficos de algunos de los protagonistas (a veces incluso con excesiva literalidad, como en el caso del texto de Mary Jayne Gold, Crossroads Marseilles 1940), su obra cuenta cómo un grupo de jóvenes norteamericanos y franceses decidió arriesgar su vida para salvar a figuras como André Breton, Max Ernst, Víctor Serge, Marc Chagall, Remedios Varo o Hannah Arendt, amenazadas por el Tercer Reich.

Uno de esos jóvenes, Varian Fry, llegó a Francia en agosto de 1940, como representante del Comité de Rescate de Emergencia fundado en los Estados Unidos por exiliados europeos. Junto a la rica heredera Mary Jayne Gold, Miriam Davenport y Danny Bénédite, alquiló a finales de octubre una preciosa mansión de mediados del XIX a las afueras de Marsella, para poner en marcha desde allí una ruta clandestina de huida del país. Villa Air-Bel fue por un tiempo un refugio relativamente seguro para pensadores y artistas, ubicada como estaba en la zona de Vichy, donde eran menos frecuentes las deportaciones. La villa llegó así a convertirse en un insólito lugar de convivencia, debate y creación artística, relativamente a salvo de los horrores de la ocupación nazi. Con una equilibrada combinación de tratamiento histórico e invención dramática, en la que tampoco faltan dosis de intriga y romance, Sullivan evoca los numerosos avatares de la vida en Villa Air-Bel entre 1940 y 1941.

El libro comienza precisamente con el relato de un agónico y, a la postre, frustrado intento de fuga, un mes antes del comienzo de aquella experiencia: el protagonizado por el filósofo Walter Benjamin, ayudado por Luisa Fittko, al tratar de escapar de Francia por los Pirineos, tras una agotadora travesía de diez horas hasta alcanzar Port-Bou justo en el fatídico momento en que se prohibía la entrada en territorio español a personas sin nacionalidad francesa. Incapaz de ver escapatoria alguna, Benjamin se suicidó esa misma madrugada. Sullivan condensa simbólicamente en el episodio de la muerte del pensador frankfurtiano el funesto destino al que se sintieron abocados los intelectuales europeos perseguidos por el nazismo cuando cayó el que parecía su último refugio, Francia. Ese derrumbe fue mucho más brutal e inesperado de lo que hoy podemos imaginar. Uno de los méritos de esta obra es su perspicacia al describir dicha situación.

Era un mundo ciertamente convulso el que circundaba a aquella Francia de finales de los años 30, con el ascenso al poder de los regímenes de Franco, Hitler y Mussolini. Pero París seguía creyendo que podía ser una fiesta. La guerra española sólo era a fin de cuentas una “guerra civil”, no una Gran Guerra (El capítulo “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?” denuncia sin ambages la actitud cínica del gobierno francés y su trato inhumano a los refugiados españoles). Incluso tras la invasión de Polonia y la declaración de guerra a Alemania, la vida continuaba como casi siempre en Francia. Se confiaba ciegamente en la línea Maginot, mientras Maurice Chevalier cantaba “Paris será toujours Paris” y Jean-Paúl Sartre patinaba históricamente al decir: “ésta será una guerra moderna, sin matanzas, tal y como la pintura moderna no tiene tema, la música moderna, no tiene melodía, y la física moderna no trata de la materia sólida”.

Los alemanes lo tenían más claro. Y Sullivan, con buen criterio, destaca como uno de los momentos cruciales en los preparativos del régimen nazi para su ofensiva contra la vieja Europa la exposición muniquesa de 1937 sobre “Arte degenerado”. A su juicio, mucho más que un ataque personal contra el arte moderno por parte de ese aspirante frustrado a artista que fue Hitler, la campaña orquestada por Goebbels contra dicho arte constituía un brillante golpe propagandístico, en el que se aprovechaba el sentimiento de incomprensión e incomodidad de la gente corriente ante esas obras extrañas para encauzar sus recelos frente a un enemigo fantasma. La guerra sin cuartel contra esa especie “degenerada” de hombres había comenzado.

En el relato de Sullivan -que dice más de lo que cuenta meramente- cobran especial fuerza estos dos elementos: el derrumbe de la potente ilusión de seguridad vivida anteriormente por Francia y la honda significación del virulento rechazo nazi al arte europeo del momento. Precisamente por ello adquiere mayor valor y sentido aquel singular modo de resistencia que supuso el que ese nutrido grupo de refugiados siguieran desarrollando sus prácticas y experimentaciones artísticas en Villa Air-Bel (tal como recoge la foto de un árbol en el que cuelgan cuadros de Max Ernst, o la invención de un nuevo juego de cartas, el “juego de Marsella”, y demás juegos surrealistas comandados por Breton). Sería una óptica estrecha la que interpretase estos gestos como una especie de huida infantil, como un rechazo a enfrentarse a la dura realidad. Nada más lejos de lo cierto. Casi todos los habitantes de la villa habían experimentado en sus propias carnes la represión totalitaria. Estando allí se vieron sometidos también a vigilancias, registros, detenciones y amenazas constantes. Si aquellos intelectuales europeos escaparon de veras del nazismo, aun en medio del imponente dominio ejercido por éste, fue porque no desertaron de su quehacer más esencial; porque con su negativa a oscurecer la vida, a suprimir su dimensión abierta y de disfrute, plantaron cara a la barbarie, ejerciendo su libertad.

Al igual que hicieron aquellos jóvenes héroes norteamericanos que les ayudaron a sobrevivir. Varian Fray llegó con una lista de doscientas personas que rescatar y un mes de permiso en el trabajo. Permaneció más de un año en Francia, perdió su archivo visado, arriesgó su vida, fue encarcelado y reiteradamente hostigado por el gobierno colaboracionista de Vichy hasta que éste, en connivencia con el consulado norteamericano, le obligó a abandonar el país en septiembre de 1941, tras haber salvado con su equipo a más de dos mil personas. “Entre los refugiados cautivos en Francia -declaró- había muchos escritores y artistas cuya obra yo había disfrutado. Ahora estaban en peligro. Me sentí obligado a ayudarlos si podía; tal como ellos, sin saberlo, a menudo me habían ayudado a mí en el pasado”. También esa suerte de espléndida gratitud merece sin duda ser rescatada del olvido. Como la propia Villa Air-Bel, derribada en 1970 para construir un complejo de viviendas. Este libro nos recuerda que una vez existió un lugar así.
“Atrapados en una gigantesca trampa”
Carta de Varian Fry, el libertador de Villa Air Bel, a su mujer
En 1940, a los pocos días de su llegada a Francia, Varian Fry escribió a su esposa: “Me gustaría que todo el mundo en EE.UU. llegara a ser consciente de cuáles son las verdaderas víctimas del bloqueo de fondos. No son, desde luego, los alemanes, ni siquiera los franceses, sino los refugiados no franceses. Ellos están atrapados en una de las trampas más gigantescas de la historia. No se les permite abandonar Francia, en Francia no pueden trabajar ni, por lo tanto, ganar dinero, no pueden conseguir acceder a fondos procedentes de París ni de Londres, ni de Nueva York; están condenados literalmente a morir aquí [...]. Los franceses no están más preparados para el fascismo que los estadounidenses; diría que bastante menos, dado que son el pueblo más urbano y cosmopolita del mundo, y el fascismo no es nada de eso. Decenas de ellos me han dicho que la única esperanza de Francia es la victoria de Inglaterra. La gente te pregunta angustiada cuánto falta para que EE.UU. entre en la guerra y ayude a Inglaterra a salvar a Francia…Trabajar ayudando a la gente es demoledor. [...] Curiosamente, aunque cada día presencio situaciones horrorosas, me encanta el trabajo. El placer de poder ayudar aunque sea a un puñado de personas más compensa el dolor de haber abandonado a otras”.